El último humanista del Vaticano: lo que nos deja Francisco

Por Paloma Martínez.

En está edición del blog decido escribir en primera persona por dos motivos: para asumir de manera personal las opiniones que expreso y porque quiero contar una historia. 

Cuando fue elegido como Sumo Pontífice, Jorge Mario Bergoglio no despertó en mí más que escepticismo. En aquel momento, estaba profundamente desencantada de la Iglesia Católica, una institución que asociaba con dogmas rígidos, jerarquías opresivas y silencios cómplices ante múltiples violencias. Apenas conocía la teología de la liberación o la tradición crítica de los jesuitas. No era consciente de la diversidad ideológica que existe incluso dentro de las instituciones religiosas más tradicionales. Sin embargo, cuando el pasado 21 de abril supe de la muerte del papa Francisco, sentí una tristeza inesperada. Algo había cambiado.

Crecí en una región históricamente muy  católica y conservadora, Los Altos de Jalisco, México,  hace un siglo fue el escenario de la última guerra entre la Iglesia y el Estado en México: La Cristiada, y dónde hoy florecen ideologías como la del Frente Nacional por la Familia, un movimiento ultraconservador que se opone frontalmente a los derechos sexuales y reproductivos, los matrimonios igualitarios y el reconocimiento de identidades trans. Mi educación, mayoritariamente religiosa, reforzaba esta visión del mundo. Sin embargo, tuve el privilegio de contar con una familia que fomentó el pensamiento crítico y la compasión.

Hasta el posgrado, no había estudiado en escuelas laicas: toda mi educación fue en escuelas privadas católicas. Rezábamos tres o cuatro veces al día, estudiábamos catecismo a diario (dentro y fuera de la escuela), nos llevaban a misa los primeros viernes de cada mes y, cada lunes, después de los obligatorios honores a la bandera (otra práctica ideológica nacionalista sumamente criticable a mi parecer), lo primero que nos preguntaban los profesores era sobre el sermón del domingo.

Salí de casa de mis padres para estudiar en la universidad. Todo lo que leía, veía, experimentaba y las personas con las que hablaba me intimidaba. Me sentía pequeña (literal y figuradamente). Sin embargo, sabía que quería algo más que vivir en la pequeña ciudad conservadora en la que crecí, a la par me acerqué a movimientos sociales que llenaban mi espíritu de esperanza. Se encendió un pequeño fuego en mí.

Naturalmente, en la Universidad Jesuita a la que asistí, comencé a cuestionar mis creencias más fundamentales sobre Dios y la religión organizada. Durante años, la Iglesia me pareció irredimible. Las denuncias de encubrimiento a sacerdotes pederastas, su papel en la colonización espiritual, el epistemicidio de las culturas prehispánicas, y su cercanía con sectores antiderechos la alejaban —y siguen alejando— de muchas personas progresistas. Por eso, la figura de Francisco me pareció inicialmente contradictoria. 

No voy a hacer un análisis de las políticas de Francisco. Hay centenas de noticias y artículos que se pueden consultar para entender las flaquezas de su liderazgo. Francisco no fue un revolucionario radical, pero sí un líder profundamente contracultural en el contexto del poder eclesial. Habló de cuidar la “casa común” en plena crisis climática, denunció el genocidio en Gaza sin ambigüedades, lavó los pies de migrantes musulmanes en Jueves Santo, criticó la codicia neoliberal y abogó por una Iglesia pobre para los pobres. Aunque no rompió con las doctrinas más tradicionales, sí abrió espacios para una sensibilidad más humana, empática y cercana a las luchas sociales.

Fue criticado —y con razón— por su falta de contundencia frente a los casos de abuso sexual dentro del clero y por mantener posturas conservadoras sobre el aborto y ambiguas sobre los derechos de las mujeres. Pero en una institución tan patriarcal, tan envejecida en su visión del mundo, el simple hecho de colocar a una mujer como prefecta del Vaticano o de abordar temas como la crisis climática, la migración o la diversidad sexual en el centro de su discurso fue, para muchos, una bocanada de aire fresco. Francisco fue uno de los pocos jefes de Estado que todavía hablaba desde una ética de la compasión, la justicia y el cuidado. Tan solo espero que haya puesto a los católicos y al catolicismo en camino de reformas pequeñas pero constantes.

Su muerte ocurre en un momento delicado: cuando las juventudes giran hacia el conservadurismo, cuando las facciones más reaccionarias del catolicismo (Yunque, Opus Dei, Legionarios de Cristo) buscan recuperar influencia, y cuando la islamofobia y el antisemitismo son instrumentalizados para sostener una guerra perpetua en Oriente Medio y el genocidio del pueblo palestino. Frente a todo eso, la figura de Francisco sirvió como recordatorio de que otra espiritualidad es posible: una que no se alinee con el odio ni con la represión.

Nuestras sociedades tienen necesidades espirituales que, de alguna u otra manera, hemos cubierto o han quedado a la merced de ideologías reaccionarias. La pobreza rampante, el genocidio en Palestina, la guerra en Sudán, la desigualdad mundial alimentada por los secuaces de Trump en Silicon Valley, la crisis climática, la inseguridad y el colapso de las certezas modernas han sido terreno fértil que líderes autoritarios y populistas han sabido aprovechar al máximo. Muchas personas buscan respuestas, sentido, comunidad. Cuando esas necesidades no se canalizan hacia proyectos humanistas, se convierten en caldo de cultivo para el fascismo, el fanatismo y la exclusión. Francisco entendía eso. Por eso fue un líder profundamente político, aunque nunca lo haya dicho así.

Enfrentamos un panorama más que difícil. La partida de Francisco deja un vacío entre las personas que abogamos por los derechos humanos, quienes luchamos en contra del avance de los fascismos, les defensores del territorio, y muches otres. Para muchos Francisco fue un verdadero humanista.

Es innegable la historia oscura de la religión católica. Sin embargo, él representaba una pequeña esperanza para las que creemos que otro mundo es posible: uno donde se celebra la diversidad (humana, animal, vegetal), donde no hay discriminación porque todes tenemos cabida, un mundo donde les niñes no sufren, no son mutilados, no tienen enfermedades. Un mundo que vale la pena cuidar y defender.

No trató de idealizarlo, sino de reconocer que, en medio del cinismo y la violencia globalizada, hubo una figura con poder que se atrevió a hablar —con todas sus limitaciones— desde un lugar distinto. Francisco no encarnó la perfección, pero sí una dirección posible: la del cuidado, la justicia y la paz. Su legado no es solo teológico; es profundamente ético y político.


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